En los inicios del siglo XXI, la persistencia de la vigencia de las religiones, se trate de las diversas modalidades del cristianismo, el Islam, el hinduismo y las infinitas religiones étnicas, nos está obligando a replantear algunas hipótesis sobre la modernidad y el secularismo. La experiencia del siglo XX ha hecho más evidente que nunca la necesidad incuestionable de la secularización de la política y de la administración pública como soporte indispensable de una convivencia tolerante y democrática. Pero la misma experiencia ha demostrado que no basta con decretar el carácter privado de la religión para que se esfume el imponente carácter público de las identidades colectivas articuladas en torno a las convicciones religiosas o que desaparezcan las tradiciones religiosas que han sido parte de la identidad histórica de muchas naciones. Los últimos diez años, nos han demostrado que el factor religioso no es algo prescindible a la hora de administrar las relaciones interétnicas o internacionales. Al menos, no desde el 11 de septiembre del 2001.